Desde hace millones de años los seres humanos hemos necesitado
aprovechar al máximo la comida. Era imprescindible almacenar la comida
en forma de grasa y poder superar así los casi inevitables periodos de
ayuno. En la actualidad, una parte de la población mundial sigue
sufriendo hambre y desnutrición, pero en los países desarrollados el
exceso de comida disponible y la vida sedentaria han hecho aparecer el
problema opuesto: la obesidad. Nuestra capacidad de convertir de forma
eficiente los alimentos en grasa se vuelve contra nosotros y supone uno
de los principales problemas de salud pública de las sociedades
occidentales.
El daño producido por la obesidad está relacionado con la cantidad de
grasa acumulada, pero también con donde se acumulan dichas grasas. De
esta forma, la acumulación de grasa en el tejido adiposo, formando los
conocidos michelines, resulta menos peligrosa para salud cuando se
deposita en caderas y muslos (la obesidad “en pera”) que cuando se
acumula en la cintura (obesidad “en manzana”). En especial porque el
depósito de grasa en el abdomen está asociado a la acumulación de grasa
en los órganos internos. Cuando la capacidad de almacén del tejido
adiposo se sobrepasa, la grasa comienza a acumularse en otros tejidos,
como el hígado o los vasos sanguíneos, y ahí comienzan nuestros
problemas. Estos tejidos no saben adaptarse a almacenar grasa.
Cuando la grasa se deposita en los vasos sanguíneos, nuestro sistema
inmune reacciona contra ella como si fuera un elemento extraño,
produciéndose una reacción inflamatoria. Pero nuestras células inmunes
no son capaces de destruir la grasa y, además, se acaban acumulando en
las paredes de los vasos sanguíneos glóbulos blancos y células
musculares de la pared arterial. Según se encuentren estos acúmulos en
las arterias coronarias o en los vasos cerebrales, pueden provocar un
infarto de miocardio o un ictus, triplicándose el riesgo de estas
enfermedades cardiovasculares en las personas obesas.
Por otro lado, la acumulación de grasa en el hígado resulta en la
esteatosis hepática o degeneración grasa, que puede terminar en cirrosis
e incluso cáncer hepático. De hecho, las personas obesas tienen cuatro
veces más probabilidades de desarrollar este tipo de cáncer. Además, la
obesidad está relacionada con un aumento del riesgo de sufrir otros
tipos de cáncer, como el de esófago, colon, recto, vesícula biliar,
páncreas, riñón, mama y útero. Se calcula que el riesgo de sufrir estos
cánceres es un 50% mayor en obesos.
El exceso de grasa almacenada en los distintos tejidos desencadena
también una respuesta inflamatoria que condiciona una falta de
sensibilidad a la insulina, causando la diabetes tipo 2. El aumento de
glucosa en la sangre asociado con esta enfermedad va unido a la
aparición de múltiples enfermedades, entre las que se incluyen el daño
en la retina y la insuficiencia renal. Los problemas renales y
hormonales causados por la diabetes y la obesidad parecen tener un papel
clave en el aumento de la tensión arterial que se observa en las
personas obesas, que a su vez favorece un mayor daño de los vasos
sanguíneos.
La obesidad no sólo provoca los problemas mencionados, sino que está
asociada con una compleja constelación de síndromes y enfermedades. Así,
el exceso de peso empeora la artrosis debido a la sobrecarga de las
articulaciones. La acumulación de grasa en la garganta dificulta el paso
de aire por esta zona, produciendo el síndrome de apnea obstructiva del
sueño. La obesidad provoca también alteraciones hormonales que pueden
provocar infertilidad y, debido a que las grasas son metabolizadas en
parte para producir bilis, el exceso de éstas puede llegar a producir
cálculos biliares.
En resumen, la obesidad se ha convertido en una de las plagas de las
sociedades desarrolladas. Está unida a la aparición de numerosas
enfermedades que son, en conjunto, las responsables del 2–8% del coste
sanitario y del 10–13% de las muertes en Europa. Estos datos,
lamentablemente, son solo el principio, dado que las nuevas generaciones
son cada vez más obesas, con lo que estas cifras pueden llegar a
multiplicarse. Por tanto, debe existir una concienciación clara de la
población y de los gobiernos respecto a este problema para que se tomen
de forma decidida medidas para controlar la obesidad.
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